miércoles, 21 de mayo de 2008

Bestiario

En la literatura medieval, un bestiario era la colección de relatos, descripciones e imágenes de animales reales o fantásticos. Estos textos se caracterizaban por combinar detalles precisos de la historia natural de las especies con cautivantes y fantasmagóricas crónicas sobre su comportamiento. Asimismo, tanto la conducta como los atributos físicos de los seres vivos descritos en estas obras literarias cumplían con el objetivo de actuar como metáforas para la instrucción religiosa, moral y de preceptos políticos. Sin embargo, las historias sobre bestias en que se entrecruza el mundo natural con el sobrenatural hunden sus raíces más allá de los tiempos del medioevo y aún continúan entre nosotros.
Una de las estampas más representativas de los bestiarios y, sin duda, el rey de los animales fabulosos, es el unicornio. El también llamado re’em, monocero o rhinoceros fue descrito en la Biblia y en las obras de Aristóteles, Plinio y Claudio Eliano. Se decía que era originario de la India o de África y que su conspicuo cuerno reducido a polvo servía como remedio para la impotencia y la esterilidad. Además de los animales fantásticos, los bestiarios también incluían descripciones de fieras mucho más familiares, pero no menos cautivantes. Entre ellas, el elefante, que también tenía un papel relevante en el arte medieval y formaba parte de la decoración de capiteles y frescos. Se menciona que recibió su nombre —eléfas— porque su tamaño y forma lo asemejaban a una montaña. Mucho más curiosa que la descripción de su trompa, era la creencia de que estos mamíferos no tenían articulaciones en sus patas, vivían 300 años y temían a los ratones.
La salamandra fue otro animal comúnmente arropado en los bestiarios. Este anfibio existe en el mundo natural, pero totalmente despojado de las cualidades mágicas que se le atribuían. Tanto Aristóteles como Plinio mencionaban que no sólo podía caminar a través del fuego, sino que lo repelía y hasta lo sofocaba por lo frío de su cuerpo. Su poder sobrenatural para resistir las llamas propició que se llegara a confeccionar un tejido con piel de salamandra para proteger al Santo Sudario del fuego. Se hablaba también de que un emperador de la India y el papa Alejandro III poseían ropas elaboradas con la epidermis del anfibio. En realidad no se trataba de piel de salamandra, sino de fibras minerales —asbesto— con que se tejían lienzos y telas resistentes al fuego.La fantasía como cienciaPero los bestiarios, además de ser manuales descriptivos de las criaturas que deambulaban por el Viejo Mundo, también fueron la fuente informativa de primera mano sobre los animales descubiertos en el Nuevo Mundo. Así lo constata el conquistador Gonzalo Fernández de Oviedo, quien, en su Bestiario de Indias, escrito en 1522, da razón al rey Carlos v de los animales encontrados en los nuevos territorios. En sus relatos, Fernández de Oviedo no pudo evitar la comparación de estos animales con los de su patria y tampoco limitó su imaginación, ya que describió al colibrí como un pájaro-mosquito y a ciertas serpientes, por el tono escarlata de su piel, como brasas ardientes que iluminaban la oscuridad de la noche.Muchos de los seres vivos que contemplamos en los bestiarios son seguramente producto de la imaginación o de la fusión de elementos de distintas especies.
El mito del unicornio prevaleció por muchos años, pues se creía que los colmillos de los elefantes y de los mamuts, los cuernos de los rinocerontes o los dientes de los machos del narval eran las astas de este legendario animal.La Madre Naturaleza también ha contado con una gran dosis de creatividad para producir seres dignos de un bestiario. Ejemplo de esto es el ornitorrinco, un mamífero que, para armar su cuerpo, ha pedido prestados la cola y el pelaje al castor; el pico, las patas palmeadas y la capacidad de poner huevos al pato y, además, ha buscado asesoría con las serpientes para producir un veneno, el cual inyecta a través de unos espolones —ubicados en las patas traseras— que algún gallo le obsequió.Los amantes de las bestias míticas continúan existiendo y no cesan en su afán de encontrarlas. Estos nuevos exploradores, llamados criptozoólogos, hasta hace poco tiempo formalizaron sus conocimientos en una disciplina llamada criptozoología. En 1982, Bernard Heuvelmans, el llamado «Padre de la Criptozoología», acuñó el término para referirse al estudio de los seres ocultos o desconocidos: los animales crípticos.
En esta renovada forma de bestiario se incluyen seres antropomorfos o monstruos demoniacos, animales prehistóricos y hasta extraterrestres, entre otros. Destacan el Pie Grande norteamericano, el Yeti del Himalaya, el Monstruo del Lago Ness —llamado familiarmente Nessie—, el Hombre Lobo y hasta el famoso Chupacabras.
El coqueteo de la criptozoología con estos seres «discutibles» y de los que no existen evidencias contundentes ha motivado que no goce de buena aceptación dentro de la comunidad científica. A pesar de ello, los criptozoólogos modernos consideran que el folklore y el mito son una buena fuente de información para el descubrimiento de animales desconocidos. Frecuentemente justifican su afirmación con el hecho de que en 1902 y 1912, respectivamente, se dieron a conocer los hallazgos del majestuoso gorila de montaña y del espectacular dragón de Komodo, bestias que sólo formaban parte de este tipo de relatos y de las tradiciones de los pueblos locales.Literatura bestialPor otro lado, autores contemporáneos, como Juan José Arreola, Jorge Luis Borges, Julio Cortázar o Javier Tomeo, nos entretienen con sus bestiarios, que continúan ligados a la fantasía, la tradición, la conseja y hasta el terror. Arreola describe, con su prosa excepcional, los mínimos detalles de la apariencia y la conducta de más de una veintena de animales: «La cebra toma en serio su vistosa apariencia, y al saberse rayada se entigrece». Borges nos presenta en su obra, como él mismo afirma, el jardín zoológico de las mitologías, donde convive el horroroso basilisco de mortífera mirada con la mandrágora, planta antropomorfa cuyo grito puede enloquecer a quien lo escucha. Con el Bestiario de Cortázar viajamos a «otras posibles realidades», donde un hombre de vez en cuando vomita un conejito, otros crían «mancuspias» y en una casa deambula un tigre. Para Tomeo, los animales comunes tienen personalidad propia, conocen sus problemas y les gusta hablar de cómo sus hábitos o apariencia han servido de inspiración para forjar parte del carácter cultural de la civilización humana a lo largo de la historia.
Finalmente, los animales descritos en los bestiarios no sólo son habitantes comunes de los áridos desiertos, de las selvas de lujurioso verdor o de los helados polos que se encuentran sobre la faz del planeta o en lo más recóndito de la imaginación humana, también se sabe de la existencia de cierta especie que ha logrado proliferar en el particular y acogedor ambiente que provee las páginas de un buen libro. Esta curiosa bestia fue descubierta por el escritor Juan Luis Nutte y le llamó tragatipos. Al tragatipos le gusta devorar palabras, frases memorables o capítulos enteros de buena literatura. En su proceder emite un ruido parecido al de una lija cuando se pule madera o al de un ratón que mordisquea. Se dice que tiene la tarea, desde hace siglos, de mantener un equilibrio ecológico en la literatura al eliminar textos innecesarios. Sin embargo, es tan glotón que puede acabar con un gran acervo bibliográfico, por lo que un eficaz remedio para erradicarlo es colocar, entre los buenos libros, diversos textos que tengan que ver con «recetarios para ser triunfadores y millonarios», ya que la «mala literatura» lo intoxica hasta la muerte.

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